La “fiebre” del carbón dejó al borde del colapso a La Jagua de Ibirico, uno de los 25 municipios del Cesar. Mientras el país busca energías más limpias, esta comunidad se debate entre la esperanza de un futuro mejor y la desesperación ante los daños ambientales y sociales causados por décadas de explotación minera, entre ellos la deforestación masiva, la contaminación de fuentes hídricas y el deterioro de la calidad del aire.
En 2021, la salida de la empresa minera Prodeco dejó la
región sin una fuente crucial de ingresos, reduciendo en cerca del 60 %
los recursos financieros que antes se obtenían a través de las regalías del
carbón. Por eso la economista Johana Regino Vergara, estudiante del Doctorado
en Estudios Ambientales de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), ha
dedicado sus últimos 4 años a analizar esta transición en La Jagua de Ibirico.
“Lo que vemos aquí es un adelanto de lo que ocurriría en
otras zonas mineras de Colombia como La Guajira, por eso es importante que
aprendamos de esta experiencia para diseñar políticas de transición energética
que sean verdaderamente justas y sostenibles”, precisa la investigadora.
Su estudio se enfocó en conocer la realidad de este
territorio realizando entrevistas con diversos actores, entre ellos miembros de
la comunidad, funcionarios gubernamentales y académicos. Además aplicó una
encuesta a 100 personas para evaluar las percepciones sobre la naturaleza y las
expectativas para el futuro.
“En estos años de análisis he identificado que la comunidad
de este territorio valora la naturaleza más allá de su potencial económico; las
personas no la ven como un recurso para explotar, sino que aprecian el aire
limpio, los paisajes, hablan de la posibilidad de compartir tiempo en familia
en el río, valores que no se pueden medir fácilmente en términos monetarios”,
comenta la economista Regino.
En su estudio aborda estos aspectos como parte de una
“valoración plural de la naturaleza”, la cual considera crucial porque
contrasta con el enfoque tradicional de desarrollo económico que ha predominado
en la región, pues durante casi 3 décadas La Jagua de Ibirico orientó su
economía casi exclusivamente hacia la minería de carbón a cielo abierto.
“La dependencia de la explotación del carbón no solo
transformó el paisaje físico, sino también el tejido social y cultural del
municipio”, afirma.
El caso de Boquerón, un corregimiento de La Jagua, muestra
precisamente uno de los impactos más profundos de esta transformación, ya que
su comunidad fue desplazada por la contaminación ambiental causada por la
minería. En 2021, la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA) revocó
la orden de reasentamiento, y en vez de eso les exigió a las empresas mineras
implementar un Plan de Manejo Socioeconómico.
“Los habitantes, que habían esperado ser reasentados, ahora
deben adaptarse a vivir en un entorno significativamente alterado por las
actividades mineras. Enfrentan desafíos como la reconstrucción de su comunidad
y la recuperación de su entorno natural, afectado por la minería a cielo
abierto”, señala la economista Regino, quien después de varios años de seguirle
el rastro a esta problemática en La Jagua de Ibirico determinó que “la
transición energética justa no se puede limitar a cambiar una fuente de energía,
pues debe reconocer los vínculos que las personas tienen con su entorno”.
“Lo que la gente está pidiendo es un cambio estructural,
quieren recuperar sus saberes tradicionales, explorar alternativas económicas
que sean verdaderamente sostenibles, y sobre todo quieren formar parte del
proceso de toma de decisiones”, precisa.
“Una de las barreras para lograr la transición energética
justa con la participación de las personas es la falta de confianza de la
comunidad en ese concepto”, sostiene la investigadora en su estudio.
“A partir de las entrevistas con los residentes vi que
muchos habitantes sienten que las políticas se están diseñando sin su
participación real y que no responden a las necesidades específicas de su
territorio, como por ejemplo atraer y desarrollar sectores económicos
alternativos al carbón, como la agricultura, e incluso que se den procesos de
descontaminación de fuentes de agua afectadas por la actividad minera”,
sostiene.
Por eso el estudio concluye que para que la transición
energética sea verdaderamente justa debe ser un proceso participativo que
involucre activamente a las comunidades afectadas y se debe basar en una
comprensión profunda de las relaciones entre la sociedad y la naturaleza en
cada territorio específico.
“Debe ir más allá de las consideraciones puramente
económicas para incluir una gama más amplia de valores y aspiraciones
comunitarias”, precisa la candidata a Doctora.
Al respecto menciona 4 puntos que aportarían a superar las barreras que se presentan en este territorio específico; estos son:
- Plataformas
de participación comunitaria: crear espacios en los que las
comunidades puedan participar activamente en la planificación y ejecución
de la transición energética.
- Educación
y sensibilización: iniciar programas de educación para informarle
a la población sobre la importancia y los beneficios de una transición
energética justa. “Estos programas deben incluir talleres, seminarios y
campañas de sensibilización sobre prácticas sustentables y el valor de la
naturaleza”, precisa la investigadora.
- Diversificación
económica: promover la diversificación de la economía local hacia
actividades más respetuosas con la naturaleza, como la producción de café,
cacao, maíz y productos forestales no maderables.
- Procesos estructurales para la transición: es crucial que las transiciones energéticas no se limiten a cambios superficiales en la fuente de energía, sino que aborden de manera integral las estructuras económicas y sociales subyacentes. “Se debe pensar en una transición energética que integre valores culturales, sociales y ecológicos en la toma de decisiones”, reitera.
Este estudio está enmarcado en el Proyecto Trajects,
convenio suscrito entre el Instituto de Estudios Ambientales (IDEA) de la UNAL
y la Universidad Técnica de Berlín.
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