viernes, 1 de noviembre de 2024

SOS para el Chocó biogeográfico, amenazado por la creciente degradación ambiental

 La minería ilegal, la tala descontrolada y los cultivos ilícitos están causando estragos en los ecosistemas de esta región, reconocida por su biodiversidad única que reúne 180 especies de mamíferos, 790 de aves, 190 de reptiles, 140 de anfibios y 108 tipos de vegetación con un rol crucial en la captura de carbono. Por eso es relevante que la XVI Conferencia de las Partes (COP16) del Convenio sobre la Diversidad Biológica de las Naciones Unidas se esté realizando en Cali (Valle del Cauca), una de sus capitales.

El Chocó biogeográfico se define como un enorme corredor que se extiende desde la mitad de Nicaragua hasta el norte de Ecuador y que alberga no solo una gran variedad de flora y fauna, sino también de ecosistemas como los manglares, bosques de llanura y ríos que durante siglos han sustentado a las comunidades afrocolombianas y locales.

Su vegetación es tan única en el planeta, que científicos como el profesor Jesús Orlando Rangel, del grupo de investigación en Biodiversidad y Conservación del Instituto de Ciencias Naturales (ICN) de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), no lo piensa dos veces para asegurar que estos ecosistemas representan un verdadero tesoro biológico.

“Las formaciones de bosque en esta área son inigualables. No hay nada comparable en Asia, África o Australia”, asegura el profesor Rangel, y explica que “así como la vegetación de la Amazonia ha sido fundamental para restaurar las zonas afectadas en Brasil y otros países, el norte del Chocó desempeñaría un papel esencial en la regeneración de ecosistemas deteriorados, incluso en otros países”, dijo en el reciente ABC de Periódico UNAL dedicado al Chocó biogeográfico.

Sin embargo, casos como el catival –una formación vegetal en la que predomina el cativo, conformado por árboles de gran altura– han disminuido debido a la explotación industrial. Para dimensionar la magnitud de estas afectaciones, en el norte, el área deforestada es de casi el 11 % de la vegetación original, en el centro alcanza un 50 % y en el sur un 34 %.

Esta situación ha sido muy distinta en el sur, pues allí –donde se sitúan San Juan y Buenaventura– tenían como medio de subsistencia los bosques de sajo, que fueron diezmados por la sobreexplotación.

Otro caso alarmante en relación con la explotación en este territorio es la cruel utilización de los manatís para alimentar a los trabajadores de los campamentos de explotación maderera y minera. “Más o menos unas 9.000 toneladas subían por todos los ríos cada mes para alimentarlos”.

Y aunque el perfil de los explotadores ha cambiado, el profesor Rangel enfatiza en que aún persiste la presión sobre los recursos naturales del Chocó, lo cual agudiza los efectos del cambio climático.

“Todos hemos identificado el problema por la emisión de gases y el calentamiento global, y una de las medidas más apropiadas es que la vegetación trate de captar ese dióxido de carbono para  disminuir el calentamiento. La solución es recuperar esos bosques, pero eso no se consigue con buenas palabras”.

“Tanto una reforestación bien dirigida como el apoyo a las comunidades locales permitirían una recuperación significativa del ecosistema. Sin embargo, las decisiones políticas no siempre han acompañado las recomendaciones científicas”, asegura el profesor Rangel.

La UNAL, por ejemplo, ha realizado un papel importante en la investigación del Chocó y en la formación de profesionales capacitados para trabajar en la región. Desde los años 80 ha colaborado en proyectos de conservación en áreas críticas, como la isla Gorgona, donde se ha protegido una porción de la biodiversidad característica del Chocó.

“Fuimos y trabajamos en esta área excepcional, que es un paraíso. En el Chocó tuvimos durante mucho tiempo la cultura de la extracción artesanal de los minerales preciosos: oro y platino. El asunto es que cambien lo artesanal con la parte mecánica”.

Por eso enfatiza en que es urgente que el Gobierno implemente políticas que les brinden incentivos económicos a las comunidades para que puedan conservar el bosque.

“No podemos pedirles que protejan la naturaleza si eso significa que sus familias pasarán hambre. Necesitamos un cambio de enfoque que reconozca que la conservación también puede ser una fuente de ingresos”, expresa.