En pleno corazón del territorio indígena Yaigojé Apaporis, líderes de la comunidad de Bocas del Pirá y un investigador en estudios amazónicos unieron esfuerzos para fortalecer el cuidado del territorio a través de un diálogo entre saberes. Durante 6 meses, la iniciativa promovió acuerdos sobre el manejo de residuos y el cuidado del agua, en respuesta al aumento de plásticos, la contaminación de los ríos y la pérdida de prácticas tradicionales de limpieza y reciprocidad con la selva. La experiencia comprobó que la selva se cuida mejor cuando la ciencia aprende a escuchar al conocimiento ancestral.
En ese territorio, pueblos como los macuna, tanimuca y
letuama han tejido su existencia a partir de principios culturales de manejo.
En su cosmovisión, los ríos tienen dueños espirituales, los árboles son
ancestros y cada acto humano —sembrar, pescar, cazar o curar— es un gesto de
reciprocidad con la selva. Pero en las dos últimas décadas ese equilibrio ha
comenzado a transformarse.
A las malocas, que durante siglos solo recibían frutos,
fibras y utensilios biodegradables, llegaron botellas plásticas, empaques
metalizados, latas y bolsas traídas por comerciantes fluviales desde Mitú, La
Pedrera, Leticia o Brasil. Con ellas llegaron las gaseosas, las galletas de
paquete, el arroz y la harina industrial, el aceite embotellado, el alcohol,
los jabones y los detergentes, productos ajenos a la economía de autoconsumo
que ahora se han vuelto cotidianos.
Los residuos de yuca, pescado o frutas que antes se
biodegradaban fácilmente con las lluvias fueron reemplazados por envolturas que
no tienen un retorno posible. El plástico comenzó a acumularse alrededor de las
malocas y en los caños, o a quemarse a cielo abierto, dejando un humo agrio que
los mayores describen como “aire enfermo”.
Por si fuera poco, a esta invasión silenciosa se suma la
presión de la minería aurífera y la tala ilegal, que contaminan las aguas con
mercurio y abren trochas en el bosque, alterando además el pensamiento cultural
y el control espiritual del territorio, y debilitando las formas tradicionales
de gobierno.
Frente a este panorama, Carlos Andrés Cáceres Chaves,
magíster en Estudios Amazónicos de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL)
Sede Amazonia, se internó durante 6 meses en la comunidad de Bocas del Pirá
para entender cómo los saberes tradicionales pueden dialogar con la ciencia
ambiental convencional.
El diálogo como forma de gestión
El estudio se desarrolló en el marco del proceso político y
organizativo del Consejo Indígena del Yaigojé Apaporis (CITYA), articulado con
el Régimen Especial de Manejo (REM) establecido en 2018 para coordinar la
administración conjunta entre Parques Nacionales Naturales y las autoridades
indígenas del territorio. En ese sentido, el magíster propuso un ejercicio
colaborativo orientado a fortalecer la gestión ambiental a partir del diálogo
intercultural.
“Lo más difícil fue aprender a soltar el conocimiento propio
para aceptar el del otro. Venimos de una formación occidental muy estructurada,
pero en el territorio hay otra forma de pensar, de sentir y de conocer. Solo
cuando dejamos de vernos como ‘blancos’ o ‘indígenas’ y nos reconocimos como
pares empezó el verdadero trabajo”, relata el investigador.
El proceso incluyó recorridos por el territorio, talleres
con mayoras y sabedores, y la elaboración de cartografías participativas en las
que los habitantes dibujaron su territorio identificando zonas de pesca,
chagras, sitios sagrados y lugares afectados por residuos o tala.
Uno de los momentos más significativos ocurrió cuando el
investigador fue invitado al baile del chontaduro, ceremonia que dura tres días
y dos noches sin dormir, en la que se transmiten conocimientos sobre el
equilibrio del territorio. “Ahí entendí que la educación ambiental no se enseña
en un aula sino en el cuerpo, en la danza, en la energía compartida con la
selva”, recuerda.
De estas experiencias surgieron dos resultados concretos: el
documento “Estructura de gobierno comunitario – Comunidad de Bocas del Pirá” y
la propuesta “Educación ambiental intercultural en el territorio indígena
Yaigojé Apaporis”, ambos construidos en talleres colectivos.
El primero se concibe como una guía metodológica para
fortalecer el gobierno comunitario en torno al manejo ambiental del territorio.
En él, la comunidad estableció de forma autónoma roles, funciones y protocolos
internos para proteger sus recursos naturales. También creó un Comité de Manejo
Ambiental, fundamentado en los principios de manejo cultural e
interculturalidad, encargado de promover acuerdos locales, coordinar acciones
de monitoreo y resolver conflictos menores relacionados con el uso del territorio.
El segundo producto articula la enseñanza formal con el
calendario ecológico indígena, que organiza el año según los ciclos del río, la
floración de los árboles y las ceremonias tradicionales. Allí la educación
ambiental se convierte en una práctica viva: los niños observan plantas
medicinales, reconocen los sitios sagrados, identifican especies de aves y
peces, y escuchan a los abuelos narrar historias que vinculan el comportamiento
del bosque con el bienestar colectivo.
“El territorio no es solo el contexto de la educación, es su
contenido, su método y su sentido”, enfatiza el magíster.
Las iniciativas, validadas en la maloca de Bocas del Pirá y
ratificadas por el CITYA, representan un modelo de gestión ambiental
intercultural que traduce principios espirituales en acciones cotidianas y
consolida el liderazgo de sabedores y mayoras como autoridades ambientales del
territorio.
“En su idioma no existen palabras como ‘pobreza’ o ‘mañana’
porque no hay acumulación ni ansiedad por el futuro. Su riqueza está en
coexistir sin romper los vínculos que sostienen la vida”, anota el magíster
Cáceres.
Por eso, el trabajo concluye que cuidar el territorio no se
trata solo de conservar árboles o recoger basura, sino de mantener vivas las
relaciones entre quienes lo habitan y lo que les da sustento. La educación y la
gestión ambiental, más que metas, son procesos que se renuevan cada vez que la
comunidad se reúne, conversa y actúa en conjunto. En esos encuentros —ya sea
limpiando un caño, sembrando una chagra o escuchando a los abuelos— se
reconstruyen confianzas, se transmiten saberes y se fortalecen los lazos que
permiten seguir viviendo en equilibrio con la selva.
 





 
